BEATO JUAN XXIII
Hoy trataremos sobre el gran Beato Juan XXII :
Nació en Sotto il Monte (Bérgamo, Italia) el año 1881, de familia numerosa, campesina y piadosa. Muy joven ingresó en el seminario, donde se hizo terciario franciscano. Durante la primera guerra mundial, fue capellán en sanidad. En 1925 fue consagrado obispo y enviado como representante de la Santa Sede a Bulgaria, de donde pasó a Turquía y Grecia, y en 1945 a París; allí permaneció hasta que en 1953 Pío XII lo nombró Patriarca de Venecia. Elegido Papa en octubre de 1958, puso de manifiesto ante el mundo su sencillez y generosa bondad, su celo por la unidad de los cristianos y la renovación de la vida cristiana. Entre sus publicaciones cabe destacar la "Pacem in terris", y entre sus iniciativas el Concilio Vaticano II, que inauguró el 11 de octubre de 1962. Murió el 3 de junio de 1963 y fue beatificado por Juan Pablo II el año 2000.
El 16 de abril de 1959, con motivo del 750 aniversario de la aprobación de la Regla de San Francisco por Inocencio III, el papa Juan XXIII recibió en audiencia a una nutrida representación de la familia franciscana en sus diferentes ramas y familias. El Papa les dirigió un discurso resaltando lo amplia que ha sido la influencia de San Francisco en la vida cristiana y profundizando en algunos puntos fundamentales de su Regla. A continuación les manifestó con gozo que él, desde su juventud, era terciario franciscano. Lo dijo con estas palabras:
Y ahora elevemos, queridos hijos e hijas de las familias franciscanas y cuantos otros pertenecen a las innumerables asociaciones de caridad y de apostolado que se inspiran en este ideal, elevemos en santa fraternidad el himno de acción de gracias por los 750 años de operante vitalidad de la Regla de San Francisco, y añadamos la ferviente plegaria: «Ad multos annos, para la paz y salvación de nuestras almas, para gloria y bendición de toda la Santa Iglesia de Dios».
¡Queridos hijos! Permitidnos añadir una palabra especial del corazón a cuantos aquí presentes pertenecen al pacífico ejército de los Terciarios seglares de San Francisco. «Ego sum Joseph, frater vester» (Yo soy José, vuestro hermano). Nos complace decirlo con ternura. Lo somos desde que, joven de apenas catorce años, el 1 de marzo de 1896, fuimos regularmente adscritos por ministerio del canónigo Luis Isacchi, nuestro padre espiritual, como director que era del Seminario de Bérgamo; y nos complace bendecir al Señor por esta gracia que nos concedió en feliz sincronía con el acto de iniciarnos, precisamente en aquel año y en aquellos meses, en la vida eclesiástica mediante la sagrada tonsura.
¡Oh!, la alegría serena e inocente de aquella coincidencia: Terciario franciscano y clérigo encaminado al sacerdocio: prendido, pues, por los mismos hilos de la sencillez, todavía inconsciente y feliz, que nos había de acompañar hasta el altar bendito, y que luego nos debía dar todo en la vida.
Nuestros ojos, por otra parte, estuvieron familiarizados desde la infancia con la más sencilla visión del pequeño convento regular de los Hermanos Menores de Baccanello, que en la abierta campiña lombarda, donde habíamos nacido y crecido, era el primer edificio enteramente religioso que encontrábamos: iglesia, modesto eremitorio, campanario, y, por los alrededores, humildes hermanos que se esparcían por los campos y los modestos caseríos para la cuestación, difundiendo aquel aire de sencillez ingenua que hacía tan simpático a San Francisco y a sus hijos.
Séanos permitido decir que tras un largo currículum por los caminos del mundo y habiéndonos acercado a tantas nobilísimas obras de aquel espíritu entre hombres doctos, ilustres y santos, que honraron a las órdenes franciscanas y a la Iglesia de Cristo en el nombre del seráfico Padre de Asís, nada fue tan dulce y delicioso a nuestra alma como el volver a Baccanello, a aquella inocencia, a aquella apacibilidad, a aquella santa poesía de la vida cristiana, madurada en el sacerdocio y en el servicio de la Santa Iglesia y de las almas.
Inmerso en aquellos recuerdos el humilde terciario franciscano, convertido en Papa sucediendo a Inocencio III, a Nicolás IV y más tarde hasta León XIII, y sin perder nada de la primitiva sencillez, más aún, gustando más que nunca su dulzura; inmerso en aquellos recuerdos, decimos, gustaba el pasado domingo en San Pedro una espiritual e inefable embriaguez al exaltar al nuevo santo de la Iglesia del Señor, San Carlos de Sezze, modestísimo hermano laico de los Hermanos Menores, a quien la gracia, la pureza, la sencillez, la inspiración labraron una corona tan fúlgida de dones celestiales aquí abajo, y de gloria sobrehumana para nuestra admiración, nuestro ejemplo y nuestra protección.
Al pequeño convento todavía agreste, pero tan querido de Baccanello, para evocación de recuerdos dulcísimos de toda nuestra vida, queremos enviar como regalo papal el relicario precioso que la Orden seráfica ha tenido a bien ofrecernos como recuerdo perenne del glorioso acontecimiento.
Como el gran patriarca Francisco, así su último hermano menor glorificado, San Carlos de Sezze, «pauper et humilis, coelum dives ingreditur, hymnis coelestibus honoratur, alleluja, alleluja».
Queridos hijos en San Francisco: a Nos mismo, a vosotros y a todos repetimos la gran advertencia que desde lo alto nos llega: ésta es la gran Regla que celebramos; éste es el camino que conduce a la vida, a la bendición, a la gloria. Alleluja, alleluja.
Llegados a este punto es hora de tratar la biografia prepontificial
Nació Ángel José Roncalli el 25 de noviembre de 1881 en una pequeña aldea de la provincia de Bérgamo, en Sotto il Monte. Murió en el Vaticano el 3 de junio de 1963 a los ochenta y un años de edad.
De Sotto il Monte al Vaticano realizó Ángel José Roncalli una larga peregrinación, que, a través de los caminos de Oriente y los más importantes centros culturales de Occidente, culminó en la Sede de San Pedro.
Fue el cuarto hijo y el primer varón de trece hermanos. Sus padres, Juan Bautista y Mariana Julia, eran laboriosos, dicen los biógrafos, de gran rectitud moral y espíritu conciliador. Se ganaban el pan cultivando tierras a renta y dividiendo la ganancia.
Juan XXIII, de niño, era aplicado y su natural recogido le hacía sentir el atractivo de los libros. A los nueve años comenzó sus primeras lecciones de gramática latina con el cura del pueblo vecino de Carvico.
Al año siguiente, en 1891, se le envió al colegio de Celana, que se encontraba a siete kilómetros de Sotto il Monte, para hacer el tercer Gimnasial. Todas las mañanas, el que había de ser futuro Papa, recorría varios kilómetros a pie para ir a sus clases.
A los doce años de edad, en octubre de 1893, ingresaba Ángel José Roncalli en el seminario de Bérgamo, diócesis en la que, andando el tiempo, habría de trabajar como secretario del que fue famoso obispo de Bérgamo, monseñor Radini Tedeschi,
En sus años de seminario el mundo espiritual que configuró la mente y el alma de Roncalli estaba constituido por cuatro factores importantes: el clima espiritual propio del seminario de Bérgamo, caracterizado por la sencillez, recogimiento y laboriosidad de los bergamascos; una gran tradición de educadores ilustres y de espíritu realista, iniciada ya con San Carlos Borromeo; el clima religioso de la diócesis, visible y palpable en el ardor, brío y severidad de la acción sacerdotal, que les ponían a los seminaristas en relación con el mundillo de la diócesis, y en cuarto lugar, la delicada situación política que atravesaba Italia, y, especialmente, la provincia de Bérgamo, como consecuencia de la unificación italiana y el fin de los Estados pontificios. De 1870 a 1914 se vivió en Bérgamo la difícil obediencia a la norma pontificia que mandaba a los católicos la «abstención» en la vida política, la no colaboración con un régimen que había despojado a la Iglesia de sus Estados.
Y fue precisamente en Bérgamo donde surgió un concepto nuevo de abstención: lo que el famoso dirigente católico Nicolás Rezzara llamó «abstención activa», abstención que se prepara para la acción.
Debido al gran aprovechamiento que demostró en los estudios, el 3 de enero de 1901 el clérigo Ángel José Roncalli fue enviado a estudiar al Noble Colegio Cesaroli, de Roma. Allí completó sus estudios teológicos antes de su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar el 10 de agosto de 1904, en la iglesia de Santa María in Monte.
Entretanto, la Providencia preparó los nuevos caminos del futuro Papa. Había muerto el obispo de Bérgamo, y Pío X nombró a monseñor Radini Tedeschi para sucederle. La figura de este egregio obispo está ligada a la Dirección de la Obra Católica de los Congresos, institución donde los católicos italianos templaban sus armas para el futuro político, y que precisamente en Bérgamo contaba con dirigentes de primera fila.
Monseñor Radini, en los días siguientes a su nombramiento, tuvo a su lado a dos sacerdotes bergamascos, y sin que ellos lo advirtieran el nuevo obispo estuvo eligiendo su secretario. «Si buscara un secretario simpático -dijo monseñor Radini-, escogería a D. Carozzi. Pero prefiero a D. Roncalli, que es más equilibrado».
Monseñor Radini fue el gran maestro de Ángel José Roncalli, quien en la biografía que escribió de su obispo comienza diciendo: «Lo confieso: al escribir estas páginas he sentido muchas veces el temblor en mis manos bajo la emoción del corazón, porque yo amaba a mi obispo, le amaba con delirio...» «Era infatigable, trabajaba con orden y sin interrupción. El único descanso que el obispo debe pedir y merecer de Dios es el descanso del Paraíso». Estas palabras de su obispo y maestro se convertirían después en el lema de su vida.
En la difícil coyuntura histórica que llevó a Pío X a delicadas y discutidísimas decisiones, como el truncamiento de la incipiente democracia cristiana y otras intervenciones que parecían un doloroso freno a los católicos, monseñor Radini mantuvo una actitud de obediencia inteligente, activa y prudente, de manera que Bérgamo, «la capital de las instituciones sociales católicas», continuó creciendo en el brío apostólico y social cuando todos esperaban que cundiera el desaliento y el abandono.
A. Roncalli, en su biografía, nos da la medida de la prudencia política de su obispo en unas páginas que -simultáneamente- nos revelan el impacto que el maestro Radini causó en el espíritu siempre tenso de su secretario: «Cuando en el otoño de 1909 se declaró la huelga de Ranica, de la que tanto se habló en Italia, la firma del obispo apareció entre los primeros y más generosos suscriptores de la colecta destinada a dar pan a los obreros que se habían cruzado de brazos. Aun entre la gente honda -continúa D. Ángel José Roncalli- hubo quien defendió que una causa pierde todo derecho de defensa si en el empleo de los medios adecuados se puede correr el riesgo de cometer algún exceso.
»Pero monseñor Radini no compartía esta manera de filosofar; el problema de Ranica no era un juego sobre cuestiones particulares de salarios, sino un principio, el principio fundamental de la libertad en la organización cristiana del trabajo frente a la potente organización del capital...».
Quiso el señor obispo que su secretario encontrara tiempo para atender al seminario, y le encargó que explicara Historia eclesiástica y Patrología, que además llevara el Consejo diocesano de las Mujeres de Acción Católica, y D. Roncalli, por su cuenta, todavía sabía retirarse a los archivos y bibliotecas para realizar serios estudios de investigación que darían como fruto sus publicaciones científicas: «La Misericordia Mayor de Bérgamo», «Los orígenes del seminario de Bérgamo» y «San Carlos Borromeo».
Monseñor Radini murió el 21 de agosto de 1914, y a partir de este momento comienza un nuevo período en la vida del futuro Papa Juan XXIII.
El estallido de la primera guerra mundial hizo que su actividad apostólica se centrara en los hospitales, donde sirvió como sargento de Sanidad. Atendió con un celo esmerado y natural en él a los soldados que llegaban heridos. En esta actividad se curtió el futuro Papa, adquiriendo un conocimiento más profundo de la vida y de los horrores de la guerra.
Terminada la contienda, su nuevo cargo fue el de director espiritual del seminario, ocupándose al mismo tiempo de la Acción Católica, ahora dentro del marco universitario. Comenzó a dar unas conferencias en la Casa del Pueblo, y debido al éxito que obtuvo le pidieron que las pronunciara en la Universidad popular. Estos contactos con los estudiantes le hicieron ver la necesidad de procurar a los universitarios residencias donde pudieran dedicarse más eficazmente al estudio. Así surgió y puso en marcha la primera «Casa del Estudiante».
En los primeros meses de 1921 fue llamado a Roma el profesor Roncalli para hacerse cargo de la presidencia nacional de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe. Todas las energías del ya monseñor Roncalli, canónigo honorario de Bérgamo, se entregaron afanosamente a esta nueva tarea, que habría de caracterizarle como un eficaz organizador. Visitó casi todas las diócesis italianas, y la Obra adquirió un renovado impulso en todo el ámbito nacional. Igualmente tuvo que viajar al extranjero para extender más allá de Italia la Obra de la Propagación de la Fe, poniéndose, con este motivo, en contacto con ilustres prelados de la Iglesia en Lyón, París, Bruselas, Munich.
El 25 de febrero de 1925 Pío XI lo elevó a la dignidad de arzobispo titular de Acrópolis, designándolo visitador apostólico en Bulgaria. La ceremonia de la consagración tuvo lugar en Roma. Pasado un mes, monseñor Roncalli llegaba a Sofía, donde le esperaba una tarea particularmente delicada, y en la que puso todo su celo y sus habilidades de diplomático. Allí continuó hasta 1935, actuando ya en el último año como delegado apostólico.
A comienzos de 1935 la Santa Sede le comunicaba su traslado a Estambul como vicario apostólico y delegado en Turquía, en funciones a la vez de delegado para Grecia. Este segundo decenio de actividad diplomática deparó al arzobispo Roncalli aciertos importantes, sobre todo teniendo en cuenta la tensión existente entre los dos países, en los que monseñor había de ejercer con paridad de afecto la representación del Pontífice. Allí le sorprendió también la segunda guerra mundial, en cuyos trágicos años tuvo ocasión el delegado apostólico de dispensar a católicos ortodoxos y musulmanes las atenciones de su caridad. Los que establecieron contacto con él durante los cuatro lustros que pasó en las regiones orientales de Europa vieron siempre en él mucho más que a un político de miras nobilísimas: vieron a un sacerdote de Cristo en la vanguardia de las situaciones más difíciles, que unía a una prudencia esmerada un gran calor humano y una sinceridad de hijo del pueblo.
El telegrama cifrado que recibió en diciembre de 1944, desde el Vaticano, comunicándole que acudiera inmediatamente a Roma, y que había sido designado por Pío XII nuncio en París, lo calificó como error, y no se movió hasta que tuvo la evidencia de que no se trataba de una equivocación al recibir un segundo telegrama en el mismo sentido.
El 1 de enero de 1945, su excelencia el nuncio apostólico presentó sus cartas credenciales al Gobierno del general De Gaulle. En París, como nuncio, había de permanecer ocho años. Desde este gran centro cultural de Europa y del mundo pudo alentar el resurgimiento de la Europa de 1945. El nuncio monseñor Roncalli fue el primer observador de la Santa Sede ante la Unesco. Durante su estancia en París hizo amistad con relevantes personalidades de nuestro tiempo, que encontraron en el nuncio una ancha comprensión de los más intrincados problemas individuales y sociales, armonizada con una amplia cultura humana.
Son famosas las palabras que pronunció en París, ante el presidente V. Auriol, antes de partir para el patriarcado de Venecia: «Me sentiré satisfecho si todos los franceses recuerdan mi paso como el de un sacerdote pacífico y un amigo cordial».
El 12 de enero de 1953 Pío XII incluía a Ángel José Roncalli entre los veinticuatro cardenales creados en su segundo consistorio. Y tres días después recibía el nombramiento de patriarca de Venecia. El mismo día del nombramiento para el patriarcado, el Elíseo de París desplegó los máximos honores del protocolo para que el presidente de la República impusiera al cardenal Roncalli la birreta de purpurado, a tenor de antiguos privilegios concedidos al jefe del Estado de la nación francesa. En tan solemne ocasión el Gobierno francés confirió al ex nuncio Roncalli la más alta condecoración nacional: la Gran Cruz de la Legión de Honor.
El ingreso en la ciudad de San Marcos y de San Lorenzo Justiniano, el 15 de marzo de 1953, fue un testimonio de amor filial.
Su apostolado pastoral al frente del patriarcado de Venecia fue seguido día a día con vivo interés dentro y fuera de su diócesis. Visitó en cinco años las cien parroquias y las muchas instituciones y hospitales. En 1957 celebró el Sínodo Diocesano.
Cuando el 12 de octubre de 1958 el cardenal Roncalli tomaba el tren en Venecia para acudir al cónclave que habría de designar el sucesor de Pío XII, iniciaba la última y definitiva etapa de aquella larga peregrinación que la Providencia le marcara cuando desde Sotto il Monte comenzaba ya a andar hacia el Vaticano aquel niño de nueve años que, para aprender las letras, debía hacer todos los días varios kilómetros a pie hasta la escuela.
JUAN XXIII, GENIO Y FIGURA
Cuesta renunciar, cuando un papa se nos muere, a la obligada tentación de la oratoria fúnebre. Sería éste, en la presente coyuntura, el peor homenaje que pudiéramos brindar a Juan XXIII, papa y hombre antirretórico por los cuatro costados. Ni sus discursos ni su persona se prestaban a clasificaciones académicas, y a la hora de captar, con las cuartillas en blanco, su amorosa semblanza, tiene uno el sincero temor de estropear con trazos artificiales esa imagen del Papa Roncalli que anida, indefinible, en el corazón de la humanidad. Él era él, y no se parecía a ningún cardenal actual ni a ningún papa reciente. Falló en este caso esa ley tan común de que los cargos elevados produzcan en sus titulares una segunda personalidad hasta partir la biografía en dos mitades. Para el Papa Roncalli apenas si había distinción entre vida privada y vida pública, y más que pasar él por las exigencias del cargo, fue el cargo el que se amoldó a sus espontáneas, a sus humanísimas, a sus desconcertantes, de puro normales, maneras de conducirse. Logró que nos entusiasmaran sus gestos domésticos de sacar el pañuelo, limpiarse el sudor, apoyar su rostro cansado, sentarse buenamente para hablar, pedir a los circunstantes que le recordasen el hilo de una alocución, rememora de continuo su aldea, su familia, sus viejos amigos.
En una época en la que es de buen tono que los jefes de estado besen a los niños o se dejen fotografiar saludando a campesinos, lo difícil es que eso no sepa a truco y que, uno y otro día, alguien pueda practicarlo con absoluta veracidad sin darse cuenta de ello. Al protocolo y a la diplomacia se los puede vencer con sus propias armas. Pero es más infalible ganarle a la sonrisa artificial con la sonrisa franca y a la marrullería con la lealtad. Me contó un diplomático ecuatoriano que, estando en París, muchos de los embajadores que visitaban al nuncio Roncalli en su calidad de decano del Cuerpo diplomático acababan la entrevista confesándose con él. Por entonces no era raro que en una recepción de gala, mientras en los corrillos se arreglaba el mundo o se proferían banalidades, el nuncio dedicara su atención, en coloquio íntimo, a los problemas familiares de muchos colegas, incluidos los catarros de los niños o alguna enfermedad grave, para la que en alguna ocasión sacó del bolsillo medicinas recentísimas pedidas por él a Suiza o Norteamérica.
Más de uno pensó, cuando se decía, recién elegido Roncalli, que sobre el solio pontificio teníamos sentado a un buen párroco, que estábamos utilizando un eufemismo indulgente para designar a un papa de tono menor. Se engañaron de medio a medio, porque este pontificado ha sido grande no a pesar de eso, sino precisamente por eso. Una de las dotes parroquiales que han brillado en el Papa Roncalli ha sido la soltura, esto es, la prodigiosa agilidad para mover a la Iglesia universal como se mueve a una feligresía de campaña. En este caso, la barca de Pedro, más que un poderoso trasatlántico con veinte siglos de eslora, ha sido, en efecto, una barquilla gobernada por una vela blanca y un vientecillo propicio.
No cabe duda de que si el de Pío XII fue un pontificado de magisterio, el de Juan XXIII ha sido, a todas luces, un decisivo pontificado de gobierno. Desde que nombró a Tardini secretario de Estado, en su primera visita a la Secretaría, hasta la firma de la Pacem in terris, acto cenital de su mandato, hemos vivido de sorpresa en sorpresa, de gozo en gozo. El Concilio lo llenó todo, pero se sumaron a él el Secretariado para la Unión, y la audiencia al primado anglicano y los ochenta y tantos cardenales, y los nombramientos súbitos tras cada vacante, y la Mater et magistra y los sapientísimos golpes de timón en las sesiones ecuménicas y los viajes inesperados y los millares de alocuciones...
Cuánta razón llevaba el jesuita austríaco padre Hertling, mi maestro de Historia de la Iglesia en la Universidad gregoriana, cuando, esperando ambos, el 28 de octubre de 1958, la salida del humo blanco por la chimenea de la Sixtina, le insinué: «¿Tendremos Papa de transición?» Él contestó con otra pregunta: «¿Cuánto cree usted que durará un Papa de transición?» «Creo -repuse- que cuatro o cinco años». «Pues en ese tiempo -me replicó el viejo profesor- se puede hacer muchísimo en el gobierno de la Iglesia. Si usted recuerda mis clases, sabrá que muchos pontificados breves han marcado época en la historia eclesiástica».
Sí; recuerdo sus clases, las sabrosas, intuitivas y certeras lecciones del jesuita Hertling, pero he recordado muchas más veces aquella entrevista fugaz, mientras anochecía junto al obelisco, minutos antes de que el cardenal Canali nos anunciara el gran gozo de la elección.
¡Cuánto se ha hecho en menos de cinco años! Si sobrecoge la lista de realizaciones tangibles, el balance moral, el cambio de clima producido en este decisivo quinquenio, es sencillamente fabuloso. Pensando en otro ejemplo -bien diferente, por supuesto, y a escala política-, el de la Francia de De Gaulle, se demuestra con creces la tesis de mi maestro de que cinco años son mucho tiempo.
Juan XXIII llevaba en sí, como todo hombre grande, una sorprendente carga de paradojas. Vivía la existencia a raudales y amaba a hombres y cosas con una intensidad desbordada, siendo, a la par, constante lector del Kempis y meditador asiduo de su propia muerte, de la que habló infinitas veces, viéndola venir con una paz augusta y con un cariño casi franciscano. Tuvo por lema la obediencia y la paz, amó la suavidad, las virtudes pasivas, las obras de misericordia; y, con el mismo arranque, desde la estampa de su primera misa hasta su encíclica cumbre y todo su aire al conducirse por la existencia, su vida entera ha sido un himno a la libertad y una defensa de los derechos de la persona humana contra toda clase de abusos autoritarios.
Quien le viera rezar, le oyera conversar, supiera de sus visitas a santuarios, su devoción a los santos, su propia mentalidad teológica, podía afirmar: he aquí a un católico del viejo estilo, bergamasco a macha martillo, empapado de la cándida fe del carbonero. Era verdad. Pero no era mentira que Juan XXIII fue un Papa esencialmente renovador, que la apertura y la comprensión son el sello de su paso por la tierra y por la tiara, que todo lo que hay de más vivo y más prometedor en la Iglesia de nuestro tiempo contó sin disimulos con sus simpatías.
Es innegable que su pontificado ha tenido más prisa que pausa. Y, sin embargo, qué ejemplo el suyo de ritmo vital, tan acompasado. Parecía hombre de otros siglos que no vieron el vértigo ni la angustia existencial. Siempre le quedaba tiempo para asistir a las estaciones cuaresmales, a largas letanías, para escuchar un concierta, para tener más contacto con sus parroquias de Roma. Su propia imagen física, voluminosa y lenta, sonriente y beatífica, ¡cómo contrastaba con un sistema de gobierno expeditivo y eficaz, casi deportivo! Claro está que su salud psíquica sólo tenía parangón con su consistencia orgánica, que tan poderosa se ha mostrado en su forcejeo con la muerte. Él afirmó de sí mismo que no padecía del estómago, ni del hígado, ni de los nervios y que nada físico ni moral solía alterar su buen humor.
Y, a propósito de hablar de sí mismo, he aquí otra paradoja. Un hombre cuya conversación pública y privada era pura autobiografía, manejando de continuo la primera persona, jamás fue tenido por vanidoso. Muy al contrario, el aroma que deja en las mansiones vaticanas y en los suburbios de Roma es el de un niño grande, orlado por una humildad sobrenatural. No llegó a aprender la malicia de ocultar su persona tras exposiciones abstractas, y, sobre todo, siempre se presentó a sí mismo como un vaso de misericordias divinas. Creo que si alguien reúne todos los textos de Juan XXIII en los que habla de sí mismo podrá resultar un gran volumen; pero, al cerrar la lectura, nos quedará la sensación de haber recitado el Magníficat.
En él humildad equivalía a simplicidad, casi a candor. No perdió nunca el aire de "Sotto il Monte", y el sello campesino, sublimado por una gran formación humanística y una elevada cortesía, le fue siempre connatural. Pero si la aldea le dio sencillez, le otorgó también solera e innata sabiduría, instintiva sagacidad para calar en hombres y en situaciones. No estoy con quienes pensaron que en Juan XXIII teníamos a un abuelo bonachón, ingenuo en sus posturas, paloma entre lazos enemigos. Entiendo, por el contrario, que su línea era soberanamente consciente, y que si algo ha sido característico de su mandato fue la vista larga y profunda por encima de inmediatismos de espacio o de tiempo.
Parecía, y lo fue en no pocas ocasiones, un gran improvisador e incluso repentizador. Al Concilio nos convocó por sorpresa, y con idéntico desparpajo nombró cinco veces cardenales, visitó Loreto y Asís o recibió a Adyubey. Nada más distante de sus ademanes vitales y de su agilidad ejecutiva que la fría programación sistemática de un plan de gobierno. Pues bien; resulta que este pontificado es de los más unitarios y orgánicos, resumibles en escasos vocablos: unidad, renovación, paz. A poco que se ahonde, todo arranca de esa trilogía, fruto ella de un hondísimo impulso personal, siempre idéntico a sí mismo en continua ignición.
Un tal entramado de cualidades contrapuestas solo pudo hallar síntesis en una rica personalidad humana y en una continuada vivencia evangélica. Era un hombre con sentido del humor. Era un hombre capaz de amistad. Era un hombre con ojos abiertos hacia lo bueno de cada hombre y lo salvable de cada sistema. Era un hombre cargado de sentido común. Sobre tal plataforma humana, ideal para un gobernante y más para un pastor de almas, se asentó una vida de fe, cuyas fuentes, rigurosamente evangélicas, fueron las bienaventuranzas y las obras de misericordia. No ha podido ser más simple el mensaje espiritual del Papa Juan: «Amaos los unos a los otros, comprendeos los unos a los otros, uníos los unos a los otros». La página de la Historia queda completa y la lección es bien fácil de aprender. Llegados aquí, casi suena a nuevo el consabido parangón que le aplicó el patriarca Atenágoras: «Hubo un hombre enviado por Dios cuyo nombre era Juan».
BEATO JUAN XXIII (1881-1963) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario